Emil García Cabot. Encuadre simbólico de su obra “LA HORA”, por Mabel Fontau.

LA HORA

EMIL GARCÍA CABOT

ENCUADRE SIMBÓLICO

Por Mabel Fontau

Cuando se transita la lectura de una novela, se lo hace, naturalmente, de la mano del narrador, sea éste omnisciente o no; es la voz, o las voces, en el caso de que haya más de una, que cuentan lo que sucede o ha sucedido. Es posible suponer que este mecanismo común se encuentra ligado a la impresión de una experiencia infantil, ya que la mayoría de nosotros hemos disfrutado en nuestra primera edad de ese tradicional “había una vez”, que llegaba a nuestros oídos desde alguna voz entrañable, para leernos o contarnos un cuento.

Extraordinariamente, en esta novela de Emil García Cabot el narrador tradicional, al que estamos habituados, está ausente, no existe alguien que relate los hechos que suceden, la narración se manifiesta a través del monólogo interior de cada uno de los personajes, formando un entramado que, también, expone al desnudo sus respectivos conflictos psicológicos. Dicha exposición se desarrolla en forma de alternadas apariciones de los personajes, y es sólo a través de sus pensamientos y reflexiones que se hace posible para el lector deducir los hechos ocurridos.

El título de la novela, La hora, puede ser el significante afirmativo de un punto crucial en el tiempo, un punto final o decisivo en el contexto de una determinada situación, o bien puede entenderse como un momento anunciado o presentido de algo ineludible y definitorio.

Los personajes son los habitantes de un pueblo desconocido, sin nombre, que nos lleva a pensar posiblemente en una representación fidedigna del mundo en que vivimos, un microcosmos del mundo actual, con su complicada interrelación de caracteres, pasiones y conflictos humanos, que afloran desde cada interior, desde cada mundo pequeño de sus habitantes, insinuando una escala de mundos variables, contenidos uno dentro de otro, que universalmente podría ser infinita.

Desde la introspección de sus personajes surgen en la novela, estallando como llamas de esa hoguera de pasiones humanas, la lujuria, llevada a extremos de violación, el abuso del poder, la corrupción de la autoridad, la traición, el deseo de venganza, la ambición del dinero, la prostitución, el miedo, la violencia, la soledad, la culpa…

También saltan chispas inocentes, perdidas en esta exégesis emblemática de las miserias humanas, como el amor floreciente y puro de Silvio por Paola cuando dice “solo pensaba en darte un beso y acariciarte el pelo y las mejillas” (152), un amor que no se realiza, interrumpido por la muerte: “Paola, ¿por qué saliste ese día?” (40), pero que sobrevive más allá de la vida: “Te traje una flor, Paolita. Salí a buscarla para vos” (186); también la luz de la esperanza y la aceptación de la vida en el pensamiento inocente de Elena: “¡Vamos, Artemio! Si hemos llegado hasta aquí, seguiremos adelante, y todos juntos, que es lo que más importa” (107); y los pensamientos de la pequeña Diana, acorde con la sonoridad de su nombre, que vive encantada con el sonido de las campanas, las que suenan para las fiestas y los funerales “Pero suenen por lo que suenen,¡es lindo oírlas sonar!” (66); y las voces de los seres aún no contaminados por el horror que se extiende sobre el pueblo, sobre este simbólico mundo donde los niños viven ignorantes de la realidad que los rodea, hasta que llega la hora, el momento de convertirse en víctimas de ella.

El dueño de la mina del pueblo, el amo del trabajo y su explotación, don Hidalgo, es una evidente representación del poder sin escrúpulos que domina esta Tierra. Este nombre se encuentra presente en las cavilaciones de otros personajes, pero no aparece en la novela con sus propias reflexiones: “Y sí, lo es, al lado nuestro es un señor poderoso, jornaleros suyos como somos, que si hoy cobramos nada más que parte de lo atrasado, seguiremos esperando el resto durante por lo menos la próxima semana o el próximo mes, en el mejor de los casos, los pagos acumulándose de nuevo sin que a él le importen un bledo las necesidades de nuestras familias” (159); una clara referencia al abuso y la dominación del poder sobre la clase trabajadora, y a su deshumanización. El amo don Hidalgo vive fuera del pueblo, encerrado en su feudo, custodiado por perros guardianes, dispuestos a asesinar bajo sus órdenes; “no corrieron la misma suerte y, despedazados por los perros, hoy pueblan el cementerio sin sus nombres a la vista” (77); una posible alegoría de los secuaces del poder, capaces de cometer las mayores atrocidades, sin otros miramientos que el de su propia conveniencia.

Artemio, o el Bocha, es el pasado que vuelve, con un secreto que arrastra desde su niñez, una brecha psicológica que necesita cerrarse de algún modo, “aunque para mí no haya paz si antes no hago lo que debo” (42); es el cazador, que impulsado por la venganza, y también por la ambición, va en busca de una hipotética veta de oro, y una vindicación: “¿Por qué le importaba tanto a papá ese medallón de obsidiana? ¿Contenía de veras lo que motivó el atentado contra su vida?” (153). Pero, fuera de sus propósitos, termina también corrompido, ligado a la prostitución, siendo el Bocha, apelativo que adopta para su infame tarea.

Luis, personaje también cegado por el oro, igual que Ezequiel y que otros, todos ellos marcados por una alianza de traición y una profanación sin escrúpulos para llegar al secreto que no logran descifrar, la piedra, que supuestamente tendría la clave para encontrar la veta ambicionada. “Ojalá en la obsidiana esa haya algo de cierto que justifique haber ido a escarbar la carroña” (160).

La obsidiana es una piedra de origen volcánico, se dice que está vinculada con la tierra, la realización de la conciencia, el ego, y la apertura del tercer ojo, y en las prácticas de meditación propicia al conocimiento verdadero, por eso se la conoce como la piedra de la verdad. En la novela, esta piedra y todos los conflictos entramados alrededor de su búsqueda tienen un notable significado, y posiblemente sean una representación alquímica, una semblanza de la búsqueda inútil del hombre por hallar algo material, que la alquimia considera en el plano espiritual como la transmutación del alma.

Ángel, el pequeño deficiente mental, perturbado por lo que lo rodea, colecciona cajas y cajitas que luego tapa, sin que nadie sepa que es lo que guarda en ellas, y luego las hace desaparecer, también sin que se sepa dónde las oculta. Acostumbra escaparse a menudo y como buen curioso, es furtivo espectador de acciones que no entiende, pero sabe que debe callar. Habla con incoherencia de cajas, cajas chicas y cajas grandes, cajas grandes de madera con tapa y de cosas que se entierran; evidentemente, él ha espiado a los hombres, y uno de ellos sospecha, “si bien en cierto momento, no lejos de allí y entre las plantas, me pareció haber visto a alguien rondando, tal vez un chico, que si nos vio, espero que no haya ido a contárselo a nadie, qué idea podía hacerse de lo que teníamos entre manos,” (160). Angelito, el guardador del secreto terrible, la caja abierta de madera, como una caja de Pandora conteniendo los males del mundo, a la que alude el personaje llamado, el Viejo, cuando expresa: “Hablemos de la tumba profanada, que también eso se paga con creces” (176); Angelito, el que ve el incendio como una caída del sol, según el texto; “incendio del sol que vio caer el Angelito, un sol que ni cien, ni mil, ni millones y millones de riadas como la que tuvimos podrían apagar del todo.” (12). La posible descripción de un fuego apocalíptico.

Amelia, hermana de Angelito, es la jovencita que vive un amor no correspondido por el empleado del correo, ella finge escribir cartas que dice enviar luego a una amiga inexistente, pero en realidad escribe sus cosas, tal vez el diario de su vida, en esos papeles, y luego los rompe en pedacitos para que el viento los disperse; una figura representativa de los sueños que se pierden hechos pedazos en los vientos de la vida. En las reflexiones de este personaje también se hace alusión a la tarea del escritor y lo que deja de sí mismo en sus obras, para que lleguen al lector, “Más de una vez pienso que es como ir soltando mis sueños para que los encuentre otro. Y si no, qué es lo que se suelta de uno mismo, cuando uno escribe…” (139). Amelia llega a descubrir el lugar donde Ángel esconde sus cajitas, y comprueba que en ellas guarda bichos asquerosos, resecos, acomodados entre pedacitos de papel escrito, “Cómo los encontró, me pregunto.” (178);  son sus escritos, sus sueños junto a alimañas muertas, muertas como su sueño de amor, cuando expresa: “Esa mirada que hoy no me miró, sentí que no me miraría nunca” (179). Amelia resuelve no romper más sus cartas, “Hoy mejor la quemo, así como está, entera,” (179). Ella quema sus sueños, e inicia el fuego.

La Juani, la prostituta, es la que pone su cuerpo, y es también, la que escucha; como en un confesionario profano, ella pone su oído frente a las miserias de los hombres del pueblo; su vida se reduce a rumiar su pobre soledad y arrastrar sus propias miserias, “Reclutando chicas para el otro pueblo, se gana la vida el Bocha, y soy yo la que se las elige” (116).

El viejo, un personaje sin nombre propio, descarga su soledad y su historia de culpas con la Juani: “Yo, Juani, el que a veces acudía a vos para arrancarme de mí mismo” (184). Una trayectoria funesta, una larga historia del mundo, unida a la prostitución. El viejo es esa antigua historia que se remonta a otro tiempo, tal vez a un principio humano, cuando dice: “Rodeados de flores silvestres estábamos(…) impregnado de la fragancia de la tierra virgen parecía el puro aire que nos mantenía vivos y bien humorados (…) el prado era una compañía bienhechora, una tierra que daba gusto respirarla… En cambio ahora, en vez de hierbas buenas, todo es pasto hirsuto, que a ratos huele más o menos dulzón, y a ratos, penetrante y amargo, como cargado de malos presagios y quién sabe qué pestes incubadas en sus raíces” (145); recuerdos posiblemente referidos a la infamia del hombre, que a través de su larga historia ha ido contaminando el planeta en que vive, y hoy está llegando a su límite, envenenando el aire que respira. “Sólo sabandijas moribundas reptan bajo el aire cianurado” (146). El viejo es testigo de todo lo acontecido en el pueblo, un testimonio de los horrores de todos, de su propia degradación y del crimen de su hijo, “Que como el golpe había sido directo a la panza, el chico murió antes que ella” (181). La vieja historia, todo un testimonio de la vida, cuando reflexiona: “¿qué realmente da vuelta las cosas, si ni la muerte voltea del todo a la vida, ya que toda vida deja su impronta en su abrirse camino a sí misma, a veces a regañadientes, y otras, a los empellones? ¿Somos entonces los vivos quienes la ponemos cabeza abajo a la vida?” (127). Más adelante, el personaje se refiere a una conciencia culposa, para la que todo debiera ser penitencia.” Sí, para todos hay un turno, para todos hay una hora, grabada a fuego en las cuentas del tiempo” (197). Aparece aquí, como metáfora, el elemento fuego, repetido en la obra varias veces, el fuego, unido a la hora, que da título a la novela.

También la historia espera que llegue la hora de su expiación: “Eso soy yo ahora: la personificación misma de la implacabilidad del tiempo, que me hace ver por todas partes el rostro que no conocí, el rostro que aun suponiéndolo de mil formas distintas es siempre un infantil rostro inexistente, acusándome en secreto, pero con el insoportable peso de la acusación de alguien de la propia sangre” (184); una alusión al hijo que no llegó a vivir. El personaje, hablando desde su conciencia, podría ser un emblema de esa gran conciencia histórica de la humanidad, cargada con el crimen de tantos inocentes, que ve acercarse su hora: “¿Estaré ya viéndome morir? ¿Estoy realmente viendo mi propia muerte, pero sin haber llegado a hacer las paces con la vida?” (165).

En la novela no existe un orden cronológico en las introspecciones de los personajes, tanto el espacio como el tiempo juegan indistintamente en la narración, las voces llegan a veces del pasado y otras veces del presente, y también, pueden hacerlo desde el espacio de esta vida o desde otra dimensión desconocida, el más allá o la muerte.

Voy a referirme ahora a Alejo, también llamado el uniformado, el guardián del orden y la seguridad del pueblo, que vive prisionero de una perversión insaciable: “¿Por qué hay actos que no obstante su atroz perversidad uno los reitera? ¿Por qué no dejan resquicios ni para un sórdido arrepentimiento? ¿Qué goce es éste que ni siquiera satisfaciéndolo se sosiega?” (187). Es el violador y, por supuesto, el símbolo de la autoridad corrupta, de la justicia envilecida de este mundo, cuando aquel que debe protegernos, el representante de la ley, es, precisamente, el victimario. “Porque un lobo voraz y feroz soy yo ahora, dándole siempre al mismo pensamiento. ¿Qué mal bicho es el que me está carcomiendo entero? ¿Qué se ha podrido en mí, sujeto como estoy a esta asquerosa pesadilla?” (123). Pero debajo de su desenfreno está el ruego impotente del hombre: “¡Si al menos una voz, un grito me impartiera alguna vez la voz de alto! ¡Basta, basta ya Alejo de eso! ¿Quién soy yo si ahora soy éste? Y este, todo el tiempo maquinando para que el otro que hay en mí quede afuera” (83); una representación de la interna lucha entre el bien y el mal, en lo más profundo del ser humano. Y también la evidente victoria del mal, cuando en el final vuelve a caer: “Sólo espero que esta vez ella no vea mi cara” (187).

Claudia es una de las víctimas del violador, la pobre Claudita que piensa que su hermano Angelito puede hablar con los demonios, y le pide auxilio, desesperada: “Llamalos. Yo no te voy a retar más. Pero que se acaben los rondines de ése, o que deje de hacer lo que hace, ya que él no es lo que debiera ser, lo que todos creíamos que era” (118). Se refiere al uniformado, el guardián del orden. El pensamiento de Claudia recuerda su tragedia y reflexiona: “Eso no era una sombra, una sombra no tiene semejante peso. El infierno abierto a sus pies, tienen ahora las chicas del pueblo” (138). El personaje es una representación del dolor y la impotencia de los débiles, aplastados por la violencia, especialmente la violencia de género, “Ahogada, me sentí de pronto, cuando me tapó la boca… Ahogada y sin voz…” (190). Sus momentos más terribles llegan ahora desde la muerte: “Desnuda yo también como la noche, en esa noche que no parecía habitarla nadie, de tan vacía por todas partes, hasta que yo también me hice noche, sin ruidos, sin voces, sin siquiera rumores… (191). Claudia es el símbolo de todas las víctimas de violación, las innumerables víctimas del mundo que nunca han tenido voz, anónimamente perdidas en la noche del tiempo.

El forastero es un personaje que no vive en el pueblo, no es conocido por ninguno de los habitantes, y los pocos que perciben su presencia lo ven como una sombra misteriosa, que va cabalgando: “Se iba envuelto en su amplia capa negra, que de tan larga le cubría el anca al caballo (103). Los pensamientos del forastero demuestran que es omnisciente, sabe todo lo que sucede en el pueblo, “Que las mejores tierras pertenecen a los Hidalgo” (75), y sabe cómo fueron adquiridas: “también de un buen número de predios fiscales de los alrededores, a precio vil la hectárea gracias a su connivencia con un par de políticos de turno.” (75), clara alusión a las alianzas secretas del poder y la política en el mundo. El personaje sabe todo desde su origen, “En los orígenes de este villorrio, hace tiempo, los que tenían la suerte de poseer algún terreno no dejaban de sembrarlo,” (75), dato que parece describir un inicio primitivo del mundo. Y más adelante en su monólogo, se refiere a los desaparecidos por orden del poder, al decir: “Y es por eso que a algunos no se les ha visto más el pelo. Que allá desaparecen como si se los tragara la tierra” (77). El personaje sabe también lo que sucederá, y lo que harán otros; se expresa con conocimiento del futuro en su pensamiento, “Bien por esa chica Amelia, y bien por Camilo, quienes a su debido tiempo y sin saberlo, contribuirán cada uno por su lado a lo que estoy haciendo, no menos que ese viejo” (155). Los tres personajes están vinculados con el fuego: Amelia quema su carta y Camilo vende el bidón de kerosén al viejo, quien intensificará el fuego iniciado.

El forastero considera que es demasiada la confusión y la hostilidad del mundo “como para que el desquicio no lo penetre por sus cuatro puntos cardinales, cubriéndolo de ignominia” (131). Esa reflexión lo lleva a pensar en la misión que ha venido a cumplir: “consumar mi acto vendrá a ser, por fuerza, como una consumación de los siglos por los siglos…” (131). Este personaje, que en la narración no tiene nombre, tal vez tenga varios, pero no importa como se lo llame, lo más importante es lo que representa en la novela, ya sea el Destino, Dios o el Ser Supremo, capaz de poner fin a la  ignominia, una posible resolución divina para acabar con los horrores del mundo, provocados por el hombre mismo; y así es que dice: ”A ciertos  malos vientos les achacan lo que aparenta ocurrir por ocurrir, pero que en realidad sólo ocurrirá por lo pernicioso de sus propios comportamientos, por los rencores y las vilezas que desgranan a troche y moche a su alrededor” (132). El personaje llega noche a noche al lugar, es recibido encubiertamente por Mara, una mujer del pueblo, vive una relación amorosa  con ella, y como fruto de esa relación, ella dará a luz un hijo, acaso el futuro hombre nuevo, cuando él expresa “ya que es engendrando que se regenera la vida. Que mi labor no se detenga y que sea por partida doble, para que no sólo mi obra crezca” (155). También noche a noche, él trabaja  levantando pircas con sus manos, piedra sobre piedra, “Una sobre otra estas piedras, que por suerte por aquí no faltan” (141); alegoría evidente de construir, de la construcción de un mundo nuevo, y también un hombre nuevo, expresado claramente en la intención del personaje: “Para que a medida que crece su vientre, crezcan también estas pircas, que no hace falta que sean tan altas ni de piedras muy grandes” (141).

Camilo es el encargado de la estación de servicio en las afueras del pueblo. Se queja porque no vende nada, su única venta ha sido la de un bidón de kerosén al viejo. Sus pensamientos giran alrededor del forastero, ”Un misterio se ha vuelto el tipo este, lo mismo que las luces malas, de las que cada vez se habla más en el pueblo” (94). Se siente intrigado, pero no logra abordarlo ni comunicarse con él, y se pregunta: “¿Y por qué será que me elude? ¿O será que también lo hace con los demás?” (94), probable figura del desencuentro interior del hombre con el Ser Supremo, con su Dios o con su propio destino.

Me referiré ahora a Paola, personaje especial que inicia y pone fin a la novela desde su monólogo interior, que puede ver todo ahora, desde otra dimensión, tácitamente desde la muerte: “Puedo seguir viéndolos a todos a ojos cerrados, y oír lo que hablan o se dicen a sí mismos en voz baja o sin siquiera pronunciar palabra alguna” (10). Ha sido víctima también del mundo, y ahora es la conciencia desencarnada, que nos lleva a través de la novela como un hilo de Ariadna, el hilo conductor de los acontecimientos que desembocan en “la hora”. Este personaje peculiar es tal vez el menos desprendido del autor, o el más cercano a él; hacedor ejecutivo del desenlace, completa la misión del forastero, expresándose desde un espacio fuera de esta realidad, posiblemente el de la muerte, pero también, podría ser el de la creación, y en ese caso, el personaje sería como la mano derecha de la conciencia creadora del autor. También a través de este personaje fluyen las cavilaciones y los interrogantes propios del pensamiento humano, las reflexiones sobre el movimiento y el tiempo, los estados sobrenaturales de conciencia, en su mayoría, consideraciones del pensamiento metafísico, un hecho que corrobora esta mayor cercanía con el autor. Aunque, en realidad, sería un menor desprendimiento del autor con este personaje, sería como un mayor exponente de las dudas existenciales y  las consideraciones filosóficas, tanto en el plano universal como en el de la interioridad de la propia conciencia, del propio Emil García Cabot. Los pensamientos de Paola oscilan con cierta inseguridad, entre la realidad pasada y su estado presente: “Un sueño entre sueños, lo que pasó, ¿o el sueño es éste, descolgándose de otro, pero sueño al fin?” (22); alusión al concepto religioso o filosófico que considera que esta vida es un sueño. Ella reflexiona sobre el mundo, preguntándose: “¿Y qué mundo? Porque ¿en qué mundo estoy yo ahora, si vamos a ver?” (22). Una propuesta de ambigüedad posible de la conciencia en la transición de esta vida a la otra. Luego habla de un camino equivocado como causa de lo que pasó, “Para que ocurriera algo así, tendríamos que habernos equivocado todos, o al menos unos cuantos de nosotros a la vez” (36), en referencia a la conducta equivocada de los seres humanos en todo el mundo. Paola se siente transcurrir en el tiempo, “Moverse en el tiempo es como hacerlo por una calle interminable, una calle sin fin” (61), en alusión a la horizontalidad del tiempo, el tiempo detenido, o en realidad, inexistente, el contacto consciente con la eternidad. Se pregunta como es que Paola ve a Paola mirando lo que ve: “¿Será uno el que se mueve o es el tiempo el que se mueve por un espacio sin fin con uno adentro?” (61); otro planteamiento sobre el aparente movimiento del tiempo y el espacio en la infinitud. Se expresa desde el vacío: “Un vacío como yo misma, el del camino este, sin ir más lejos, que me permite saber cosas” (79). La posibilidad de una captación de esta realidad desde la muerte. Al final de su monólogo dice: “Por eso hablo en el silencio. Y aunque veo sin querer, todavía no lo he visto todo, me parece.” (80), una sugerencia de que, aún más allá de esta vida, siempre habrá algo desconocido, que siempre habrá un misterio para el espíritu, también después de la muerte. La conciencia, desencarnada, revive los momentos de su tragedia “después de que el sol se nos cayera encima, dejándonos del humo una espesa nube oscura que duró días y días por falta de viento. La noche era eso. Una verdadera noche, que se cerró sobre nuestras cabezas y por la que yo me precipité sin remedio.” (101). Aún en esa noche, desde su abismo, Paola  continúa como parte de un tiempo suspendido en otra realidad omnisciente, que le permite verlos a todos, también al forastero, “Sale el hombre entre las sombras, sale solo, y ahora sé finalmente a lo que sale (…) Echarse encima semejante empresa, correr riesgo por nosotros, no es tarea para cualquiera” (112). El personaje comprende la misión que el hombre ha venido a cumplir, “Que aquí nadie, absolutamente nadie, el día que sea, deje de sentir vergüenza por sus envilecimientos ante la ley” (112). Desde este revelador estado, la conciencia parece tener una visión diferente, la de una causalidad superior que actúa sobre la aparente realidad de este mundo, cuando expresa: “En realidad, pese a lo dislocado de tantas cosas, nada hay al revés en lo que a mí respecta. Y lo que a alguien le pueda parecer patas arriba, acaso esté en su lugar más que nunca, como lo que llaman luz mala, sin ir más lejos, y que no es otra que la tenue luz con la que él se las arregla para poder llevar a cabo su propósito…” (113). Notable representación de la fe que, pese a la realidad aparente, continúa confiando en una causalidad divina, aceptando los sucesos, y a su vez, reconociendo la incapacidad de nuestras mentes para captar dicha causalidad. En la siguiente aparición del personaje, éste comienza su monólogo con “La hora” (124), como un anuncio de que se acerca el final. Y más adelante dice: “porque ahora más que nunca voy a percibir esta especie de aro en llamas que me rodea todo el tiempo, como hecho de luz flamígera,” (124). Reiteración de la presencia del fuego, mencionado en muchos pasajes de la novela, como un emblema de la luz o del purgatorio. En su paso al estado siguiente, ese estado de transición de la vida a la muerte, recuerda: “Y como vencida por el cansancio y el olvido y cada vez más fuera de mí misma, leve yo también me volvía en ese mundo de nubes y humo en el que todavía estoy sin estar” (124). En ese estado, fuera del mundo y sin haberse ido del todo, el personaje se mueve esperando la hora: “Entonces, solo tengo que esperar el giro de las horas. Porque el giro de las horas es, en definitiva, el giro de los acontecimientos que, agazapados, cuando uno menos lo piense, se nos echarán nuevamente encima, atrapándonos con su omnipotencia” (125). Factible imposibilidad de eludir el destino, contra el cual es imposible resistirse. Ahora, el personaje se pregunta: “¿Estar donde estoy me aleja de los afectos? ¿Estar donde estoy me despegará finalmente de todo y de todos?” (143), exponiendo una duda constante de todo ser humano, y una de sus principales angustias: si podremos seguir cerca de nuestros seres amados, si se continuará el vínculo de esta vida, después de la muerte.

Paola ve claramente todo lo que ocurre en la mina, y la indiferencia de la gente: “¿Son intereses propios los que les hacen cerrar los ojos?” (143).  La frase destaca esa faceta tan común en la conducta humana de no ver los males del mundo hasta que nos llegan en carne propia. La conciencia ve el proceso destructor ocasionado por el poder: “Pero aguas muy malas son las que bajan de la mina al que es cada vez más un mísero arroyuelo, de lecho hediondo y putrefacto, un pobrecito riacho que no daría lástima si al menos cada tanto trajese abundantes aguas limpias.” (143). Clara referencia a la contaminación de la vida, desde los ámbitos oscuros del poder, que crece día a día, y está llegando a los límites posibles de supervivencia humana. También, desde otra dimensión, ve claramente lo que fuera del yacimiento sucede en todo el pueblo: “Es un continuo moverse en círculos el nuestro, me doy cuenta ahora. Porque nosotros mismos no somos otra cosa que círculos girando cada uno por su lado” (192). Representación de la energía cósmica, la energía constante y circular de los universos, en continuo movimiento. Y desde ese movimiento circular dentro del tiempo, la conciencia percibe la tragedia de Claudia, y la sombra que se transforma en el hombre que recorría las calles: “cuando de pronto la sombra pasó de ser sombra a ser él, el hombre ese en persona” (193).

En su última aparición, Paola repite la frase contundente que da comienzo al final, “La hora. Al fin la hora” (199), y revive sus últimos movimientos, “espantada por la llamarada que desde ambos lados terminaría viniéndoseme encima” (199). Y el descubrimiento, la mirada penetrante de la conciencia que descubre el delito: “¿Y era cierto lo que allí abajo se traslucía ante mis ojos, en el agua retenida del arroyo?” (200); visión de la ignominia y la hora de enfrentarla: “¿Y fue tan sólo la fuerza de mis brazos (su fuerza interior), fue la presión del agua de la laguna (la presión externa del mundo), o fue eso desconocido que aún me mueve (la fuerza de Dios o del Destino) lo que hizo zafar a la compuerta?” (200). Visión última del uniformado y la Claudita “llevados por la correntada”, la expiación de la ignominia, y “el agua invadiéndolo todo” (200), última frase que evidencia la representación de un nuevo Diluvio Universal.

En un pasaje de la novela, el viejo, la voz  de la historia, dice: “lo que le tocará al Alejo pagar por su atrocidad cuando finalmente, pese  a haber vivido siempre tan cerca el uno del otro, se entere de que él y la Claudita son hijos del mismo padre” (176). La victima y el victimario son hermanos de padre, un emblema religioso, que postula la hermandad de todos los seres y pone en relieve el agravante lazo humano, que existe siempre entre todo victimario y su víctima.

Es posible advertir un simbolismo cósmico, como he puntualizado anteriormente, con rasgos religiosos  o filosóficos subyacentes a lo largo de la narración como eje sustancial de la novela, hasta su punto final, anunciado desde el título: La hora. Aquí, esta afirmación no es significativa de una conclusión absoluta, si tenemos en cuenta que en distintos pasajes del texto aparece relacionada con la esperanza de un renacimiento, tanto en el plano universal, “Y acaso así, entre unos y otros, logremos finalmente darle algo bueno al mundo” (155), como en el plano individual: “De renacer y renacer, habría que hablar, para que lo vivido se nos transforme de veras en sabiduría.” (196). Sugiere también, una posibilidad de realización del ser humano a través de la reencarnación.

Como un itinerario zodiacal, los cuatro elementos primigenios clásicos, comprendidos en la astrología, podrían ser las columnas sinópticas que sostienen el argumento. Sobre la aridez de la “tierra” contaminada por la conducta del hombre y el “aire” envenenado de este mundo, sobreviene la acción apocalíptica y purificadora del “fuego”, y luego la inundación del “agua”, como símbolo de un vital resurgimiento, una nueva vida. Y todo, en el ámbito de una narrativa de profundo caudal, donde cada lector tendrá la posibilidad de descubrir siempre nuevas líneas significativas.

De un modo notable, el autor se divide en forma objetiva para llegar al lector con una exposición de reflexiones humanas diferentes, a través de una multiplicidad subjetiva. Emil García Cabot nos brinda una novela cuya estructura, apartada de lo tradicional, pone de manifiesto su ductilidad  como escritor, y su excelencia para transmitir simbólicamente desde lo ficcional, la incertidumbre existencial del ser humano, y la crudeza de una realidad palpable y sumamente conmovedora.

 

Obras citadas:

García Cabot, Emil. La hora. Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Metáfora, 2014. Impreso.

Diccionario de la Mitología Mundial. Madrid. EDAF, 1994.

Huston Smith. Las religiones del mundo. México D.F. OCEANO. 1999.