“Larga orilla del recuerdo”, de Emil García Cabot por Graciela Bucci.
LARGA ORILLA DEL RECUERDO
DE EMIL GARCÍA CABOT
Buenos Aires: Ediciones Del Dock, 121pp., 2007, ISBN: 978-987-559-075-5
Graciela Bucci
En Larga orilla del recuerdo, Emil García Cabot nos acerca desde el nombre mismo del libro, desde la imagen inquietante de portada, a un mundo en el que impera la desolación, la evocación de tierras lejanas, el enigma fortalecido por las distintas gamas de los grises. En las primeras líneas del texto se ve un juego de ensamblaje de voces, técnica que impera con hábil manejo en todo el libro. Destaco muy especialmente el lúcido empleo del monólogo interno –preponderante en la trama–, caracterizado con alternancia de letras, signos y formatos.
En ese monólogo interior que remonta a William Faulkner, James Joyce, Virginia Woolf, entre otros, describe el mundo recóndito de los personajes. En este caso, destaco el que sostiene Mauricio (uno de los personajes), y enfatizo la maravillosa prosa poética que es, en verdad, un inteligente buceo en el devenir del pensamiento intimista. García Cabot establece la duda desde la palabra expresa, desde la interrogación, otra forma de conciliar con el lector, quien pretende dilucidar en una complicidad casi confesional entre lector y autor, a la que se refiere como «autor implícito» el profesor y crítico literario americano Wayne Booth.
El personaje de Alejandra tiene una marcada carga enigmática con diálogos de gran profundidad, por momentos desafiantes, provocadores –de eso se trata al fin–, siempre conmocionando al lector, quien llega a tomar parte al punto de angustiarse por ese Mauricio que ha quedado a su merced desde el instante mismo del encuentro. Mauricio tiene profundos planteamientos existenciales: la soledad, la búsqueda, la duda que se instala y se desinstala en ejercicio lúdico durante el desarrollo de la novela.
No es casual –nada en este libro lo es– que el protagonista sea fotógrafo, alguien con la mirada adiestrada para el afuera, para detectar mínimas señales exteriores que se completan y perfeccionan con el yo interior. Sin embargo, ¿por qué no la fotografía? ¿Por qué urde excusas para no hacerlo? ¿Será la duda de la existencia de esa mujer que logra conmoverlo? ¿El temor a no poder ver la materialización en el papel? ¿Sería, Alejandra, tan etérea como lejana? Nuevamente surge, imperativa, la intrusión del lector, quien entra y sale del texto, lo acompaña, toma parte, se transforma en un personaje más, merced a la expresión escrita que bascula entre la realidad y la quimera.
Nada es tampoco caprichoso en Larga orilla del recuerdo. Los nombres de origen griego: Adelfó (hermano) y Alejandra (protector) están permanentemente justificados, si es que algo hubiera que justificar en la escritura novelada, a lo largo de la trama de la obra. O Mauricio (oscuro; según la simbología de su nombre), ese hombre que vivirá en tinieblas, en ceguera parcial, en profunda incertidumbre, hasta la llegada de “la que protege”: Alejandra, después de la cual ya nada sería igual en su vida.
Destaco, especialmente, la profundidad de análisis que hay en los diálogos, el inteligente ping-pong que establecen los personajes centrales; todo conduce a una lectura comprometida. El hábil manejo de la intriga que se instala a veces desde el “aparente” descuido de un gesto, una frase, hechos que nada tienen de fortuito, tampoco de artificiosos; son producto del oficio del autor.
Ciertas expresiones del mozo de Chichilo (acertada forma de traernos a la realidad con algo tan cotidiano y simbólico de la zona atlántica como es ese restaurante): cito “[…] este es sólo uno más de sus almuerzos acá […]” (28); personaje que permanentemente, desde su monólogo interno, dispara frases elocuentes e intrigantes que son esenciales complementos de la trama. También otros personajes secundarios, hábilmente perfilados, logran en esos monólogos internos acicatear el misterio que atrapa al lector.
Son varios los recursos que tienden a envolvernos con una realidad que nos distiende, por momentos, del discurso existencial: el vendedor de diarios, la torre de agua, el mozo, el tripulante, en un ir y venir del texto desde y hacia lo metafísico, logra gran credibilidad narrativa en la duda misma que se plantean los personajes. Recordemos que nada hay más real que la duda. Solo para ejemplificar:
[…] me es imposible precisar […]. (42)
[…] tal vez parte del juego consistía en tenerme en sus manos […] (38)
[…] y aunque de Alejandra percibía más vaguedades que precisiones […]. (86)
Es esta una novela polifónica, en la cual todo parece tener la armonía que necesita, el diálogo justo, el escenario preciso, los registros del hablar muy tenidos en cuenta. Imagino a cada personaje elegido con un cuidado que, sin duda, trasciende el hecho narrativo.
García Cabot incorpora en el texto oraciones unimembres que, como sabemos, dan fuerza y nervio interno; los procedimientos narrativos son cuidados, utilizados con habilidad en favor de la obra. Todo lleva a pensar que no se busca la ingenuidad en la lectura; todo connota: lugares, comparaciones, nombres (como el del barco griego, “Paciencia”); “todos somos carga en brazos de la Paciencia” (22), dice el texto.
Es este un libro en el que la dualidad felicidad-agonía convive en un paralelismo que no decae, como tampoco el manejo acertado de la relación témporo-espacial.
No quiero dejar de mencionar el esmero con el que fue trabajado el intertexto que se complementa con la capacidad del lector para reconocer la intencionalidad del texto; y de qué forma tan atinada recurre a él en estas páginas movilizadoras; y la poesía de Yorgos Seferis, poeta griego, a la que me ha permitido acercarme tan verazmente comprometida como en otros libros de Emil, tanto narrativos cuanto poéticos, con el mar, un acierto en cuanto a elección. Y en esto me doy la licencia de especular: ¿elección, realmente? En ese caso, ¿quién eligió a quién? Qué aplicables serían estos versos para referirse a Mauricio: “…a tientas vas buscando la lanza destinada a traspasar tu corazón y abrirlo a la luz” (Seferis, Yorgos) (47).
Un personaje a la medida de Seferis, o Seferis el poeta que Mauricio necesitaba, ese Mauricio sujeto a un ir y venir que compite con el oleaje marino (otro paralelismo). Hay también una figura literaria (retórica) muy significante en la obra, como las anáforas: “piedras rotas”, en sucesivas reiteraciones. Cito a modo de ejemplo: “[…] el ‘errando entre las piedras rotas’ tuyo habría comenzado a ser cierto también para mí […]” (106), que no pasan desapercibidas para el lector, quien se suma a ese vaivén del texto movilizándolo de todas las maneras posibles.
Hay en la novela de García Cabot un marcado juego de paralelismos, precisas metáforas (que en ningún momento cortan la fluidez del lenguaje), comparaciones tácitas que serían para Paul Ricoeur relatos en miniatura, resultado de la tensión entre dos términos: transferencia y analogía, no una simple asociación por semejanza.
El juego literario suele basarse en mezclas paradojales, siempre lo ajeno, lo extraño fusionado con lo conocido, trasciende el texto de Larga orilla del recuerdo.
Quienes deseamos disfrutar de una buena lectura, no podemos dejar de agradecer a García Cabot el habernos permitido leer un libro que ha optado por la dinamización del proceso escritural; en pos de un lector que no encuentra la ocasión para relajarse, que no da nada por sentado, sino que, atento, acepta la tácita invitación a una relectura.
Un verdadero placer haber podido internarme en las páginas de una novela que no está destinada a ser un mero libro más en nuestra biblioteca.
Reseña publicada en la Revista Alba de América, del Instituto Literario Cultural Hispánico con sede en California -ILCH-