DONDE EL MUNDO SE DISUELVE (novela, Ed. del Dock, 2009 -Fragmento).
Derruida y sin techo, la construcción por la que pasamos me recordó, pese a no tener nada en común, la casa de mis padres, tal vez porque últimamente la imaginaba en un total estado de abandono, seco el árbol del fondo y con el verdín creciendo a sus anchas gracias a que después de las lluvias la humedad perduraba entre las juntas de las paredes largo tiempo. Aunque no al extremo de estas ruinas, porque rodeadas de una variada y frondosa vegetación, el moho las invadía hasta considerable altura. En eso, mi pensamiento voló hacia mi cabaña del pequeño valle, que cada primavera reflorecía llenándose de colores. Crepitaba el fuego en la cocina, y el sordo ruido de la lluvia en las tejuelas de madera se mezclaba con el continuo chorrear de los aleros sobre las lajas.
Vivo solo, le dije, necesitando compartir mis pensamientos. Ya lo sé. Hacía mucho que lo esperaba. Todo llega. Sí. Pero aquella mujer… Se fue. ¿Cuándo?
Sin duda lo sabía, pero por algún motivo que ignoro, deseaba que se lo dijese; quizá, para obligarme a recordar y que yo quedase inexorablemente ligado a mis recuerdos. Sonaba lógico. ¿Por qué, entonces, algo muy distinto, leído hacía poco, asaltó de pronto mi mente?: “Todo lo visible reposa sobre un fondo invisible; lo que se entiende, sobre un fondo que no se entiende”.
Cuando tuvo el hijo, le contesté.
Papá, en la medida en que, recuperadas sus fuerzas y sin nadie que se lo impidiera podía largarse nuevamente a la calle, volvió a entregarse a la bebida. ¿Una revancha, al principio, contra nosotros, o contra esa vida de la que en definitiva nadie era más culpable que él mismo, doblegado por un vicio que a todas luces no había podido él doblegar? Y más de una vez, en medio de los ataques de chifladura que irremediablemente le agarraban, la emprendía a cintajo limpio tanto contra una silla como contra las patas de la mesa o mis piernas, si me tenía a su alcance. A arranques de impotencia o algo así, se parecían los suyos, porque a media mañana, cuando mamá salía a hacer las compras y él aún no se había reintegrado al trabajo –no sé si en busca de una tabla de salvación o qué–, me despertaba, con brutos zamarreos y mezclando su lloriqueo de borracho con mis gritos de miedo y protesta. Y créase o no, más de una vez terminaba berreando lastimosamente a mis pies o abrazado a mí, pegajoso de sudor y lanzándome su inmundo aliento de alcohólico… Reducido a un guiñapo por la embriaguez, ese hombre, mi padre, lloraba. Lloraba desconsoladamente, aferrado a lo único que al parecer ya le quedaba, que era ese llanto vacuo y quejumbroso, en el que se desgarraba desde vaya a saber qué oscuro resquicio de su conciencia o qué oscuro fondo de una profunda tristeza, pero acaso a la espera, todavía, de una pizca de lo que al menos le permitiera liberarse de sus propios reproches.
Emil García Cabot