EL ÚLTIMO HORIZONTE (novela, Ed. Metáfora, 2011 – Fragmento).

Y he aquí la historia proyectándose con contornos alucinantes desde su comienzo mismo, hasta más allá de donde ellos podían fijarla en la memoria y hasta más allá de donde les era dable concebirla. Una historia de asombros e ilusiones y muertes, en parte elusiva y sin embargo vigorosa como el legendario y relegado Sur que le servía de fondo y escenario. Una historia que el raciocinio hubiera podido clarificar o ensombrecer, según la adscribieran o no a sus propias existencias quienes la contasen. Una historia en lo posible cercana y hasta cierto punto personal, para que evocándola sin errores y omisiones a través de los tiempos, fuese como el germen de una altiva raza por nacer, o la definitiva identidad de los hombres de este suelo. Aunque aquellas preguntas, irremediablemente distanciadas de sus causas y efectos, ya jamás suscitarían las respuestas valederas, para siempre embozadas en la impredecible estulticia del tiempo. Del tiempo que nada ni nadie podría predecir ni soslayar en defensa de la veracidad de los hechos y en reconocimiento a los protagonistas, una vez acallada o no toda aquella furia que lenta y agazapada ya entonces empezaba a desatarse, para luego adormecerse o volver a estallar con renovada violencia en épocas venideras como si no fuera a acabarse nunca, esparciéndose ella también como esparce las arenas el viento. De modo que cuando llegaron a la casa de Ramón López y lo hallaron muerto y la mirada ida tras vaya uno a saber qué velados o traslúcidos horizontes, en el cerrado ambiente se sentía flotar el misterio que también impregnaba los secos tablones entre los que se habían amurallado sus moradores. No obstante, aún parecían subsistir un opacado brillo y un quedo balbuceo en los ojos y en los labios entreabiertos de Ramón López; y hasta cierta obsecuencia en el inconcluso gesto de las manos, como temblequeantes todavía sobre las mantas y el Libro a los ojos de quien las mirara fijamente; y asimismo en la posición de los dedos, que parecían señalar las ya borrosas líneas del versículo que tan fatídicamente aludían al sinsabor de una posible culpa y del consiguiente arrepentimiento. Aunque luego, cuando descubrieron las tumbas detrás de la casa, dudaron de la veracidad de sus nombres, o de con quiénes asociarlos, porque ella, para muchos, sencillamente no había existido, y en cuanto al otro… Entonces la imaginación los arrastró a un mar de palabras –palabras de vacuas e inverosímiles preguntas a unas quizá también superfluas y rebatibles palabras que sólo pergeñarían conjeturas por toda respuesta–, pero con el trascendental e ineludible destino de una leyenda que nace por algo y par siempre.

 

Emil García Cabot