LARGA ORILLA DEL RECUERDO (novela, Ed. del Dock, 2007 – Inicio).
¿Podría decirse que todo comenzó con aquel golpecito de la palma derecha de Ferrara, simultáneo con el leve pero también firme contacto de un frío metálico en la diestra que asimismo yo acababa de extenderle para tan sólo despedirnos como de costumbre? Porque entregadas así, con seguridad y el bienintencionado desafío de mi amigo (“Debe de existir el modo en que de una vez por todas puedas trazar las coordenadas de tu vida”), las llaves me dieron la certeza de que el futuro aún podía estar en mis manos.
De manera que, haciendo mía la esperanza de Ferrara, mucho más viable ahora tras aportar él su granito de arena, emprendí el viaje aquel invierno de 1966 “nadando en las aguas de este mar y de aquel mar…”, por expresarlo con las mismas palabras que, a raíz de otros hechos, le oiría pronunciar a Alejandra poco después de conocerla a los dos o tres días de mi llegada a la costa.
Fue al bajar del ómnibus a la altura de la Serena. Ella estaba sentada al pie de una de las nueve o diez columnas de estilo griego que, erigidas allí vaya a saber uno por quién y desde cuándo y con qué frustrado propósito (trunco como por lo visto había quedado el proyecto arquitectónico, a juzgar por el deterioro que ostentaban en su aislado emplazamiento), describen un breve arco semejando las ruinas de un malogrado propileo del mar expuesto a todos los vientos. Lo cierto es que crucé la ruta atraído por la solitaria presencia de esa mujer más que por las ruinas y el mar; y si ella me miró y nos saludamos, acaso fue porque la desolación del paisaje nos infundía, o me infundía a mí al menos, la sensación de ser, allí y a esa hora, los únicos habitantes del planeta. Y quizá por esa misma razón deseé, desde el primer momento, que nuestra conversación se prolongara, sobre todo por lo tan excepcional como me resultó que habláramos de ciertas cosas.
Emil García Cabot