A instancias de Los sueños (Primera novela de la tetralogía Los derroteros, al momento, inédita)
Por Lucas Ariel Ramos.
Alguna página raída de sueños despierta en alta mar. Sobre un bote, flotando como si las manos de una diosa mecieran y custodiaran una cadencia de prosa que se sienta a nuestra mesa. Se abre paso el argumento vestido de colores discretos pero decentes, con algo de barro en las suelas, signo del caminante que morirá de pié.
Leer las páginas de Emil García Cabot es sentarse a charlar con un pariente que por tantas distancias, cada reencuentro es volver a conocerse. Es que esa gramática es familiar, es una invitación al diálogo con perspectivas de memorias y con una deuda fermentada en nosotros mismos como un olvido. Porque estamos hechos de los miles de pequeños retazos que le ganamos a la historia.
Aquella casona forjada al sol con altanera pretensión de honores, es la visión sintética de algo latinoamericano que nos persigue y no deja de perseguirnos. Una categoría de reconocido mérito: ser asilo, ser cobijo, ser tradición. Pues, cada pueblo de la recóndita América aún conserva alguna casa como aquella, redundante en paciencias que por porfías se hacen eternas, paridas por los vientos y las arenas de un caos mitológico que no deja de explicarnos. Somos eso, sueños. Y algo de esperanza.
Será mérito de algún demiurgo honoris causa, que a través de las páginas, en esa imaginación borrosa que entrega el trabajo de la falta de memoria al no conocerlo en persona; quien lea pueda sospechar las sonrisas, las miradas perdidas en algún punto inexistente de la pared, el brillo de los ojos de Emil bordando los capítulos que son su trama, pero la trama de todos son.
Posiblemente Guzmán Cruz haya estado a su lado, mirando por la ventana, contando moléculas de olvido hacia la calle, cabalgando cicatrices que llevan horas en su color, aguardando la noche como si todo dependiera de ella.
“Los sueños” son un inexplorado espejo donde hallamos esquirlas de aquello que hemos dejado de ser, de aquello que no seremos nunca. Y así todo emigra al imperio del recuerdo, donde recuperar a los personajes es volver a su tierra y donde el regreso conlleva la encomienda del espejo.
Como toda buena charla que acaba, uno parece quedarse con ganas de más. El pariente debe marcharse y con ceremonias de alegrías hay saludos y promesas y hay destinos que se estrechan las manos. Y hay hermanos, que no parten nunca.