Prólogo a SINGLADURA CERO, de Emil García Cabot

–¿Qué tenemos hoy? –le pregunto.

–La charla del escritor.

–¿Qué sabe de él?

–Que es un mentiroso.

–Todos los escritores lo son.

–Por eso.

–Pero mienten de buena fe. Por exigencias del arte, supongo. La exigencia de revelarnos algo a través de una ficción.

–En buena hora, entonces.

Singladura Cero, pág. 112

En un tiempo, el regateo en el Gran Bazar de Estambul era moneda corriente. Los desprevenidos que no sabemos (o no podemos) regatear fuimos hechizadas presas fáciles de un arte antiguo que, sencillamente en busca de un punto de equilibrio, se nutre de una oratoria admirable plena de recursos retóricos y dramáticos superlativos administrados por artistas de la seducción. [¿Esta tetera? Mil rupias cuesta, señora. //… // Veo que usted aprecia la calidad: está hecha del mejor bronce que se pueda imaginar. //… // Además, estimada señora, se trata de un objeto antiguo, tiene por lo menos ciento veinte años, hay documentos que lo confirman. //… // Tome, tóquela, sienta la textura del bronce, cómo el frio del metal se torna cálido con el contacto de su mano.  //…//  ¡¿Quinientos?! No, no, imposible. Mire, voy a hacer una excepción: se la dejo en novecientos //…//  Lo lamento, porque si voy a desprenderme de esta pieza notable me gustaría que la llevara una persona sensible como usted. //…//  Ah, señora, si yo pudiera… pero menos de ochocientos cincuenta, no. //…// ¡Ochocientos, y es mi último precio! //… // Bueno, veo que a usted realmente le gusta la tetera: setecientos cincuenta y es suya.]

En la misma categoría, o en alguna similar, estarían los ilusionistas que nos convencen de que efectivamente han introducido filosos sables en la caja de madera que encierra a una bella joven; o el pincel  que nos hace creer que un capitán y un teniente en verdad caminan juntos en La ronda nocturna; o la alada melodía que nos sitúa junto a Cio-Cio San a la espera de la nave blanca que trae de regreso a su amado. Quizás porque los humanos llevamos grabada en algún sitio de nuestro ser la necesidad de sustentarnos en un relato que nos cautive, que nos deje inermes como si estuviéramos ante una fuerza gravitacional.

Y de una fuerza gravitacional se trata justamente la literatura de Emil García Cabot, un universo que él ha creado a lo largo de una producción extensa en la que ha transitado por diferentes géneros: la poesía, la ficción dirigida a pequeños lectores, el cuento, la novela son los vehículos de una escritura en la que sobresale el dominio de los recursos de la lengua que dan cuerpo y alma a las historias contadas.

En el escolio a una de sus novelas, La simiente y el viento[1], Manuel Jofré, citando a Bertha Bilbao Richter y a Graciela Bucci, dice que “las obras de Emil García Cabot son ciertamente una metáfora de la condición humana”. Las miradas de los expertos supieron señalar “una pensada estructura interna”, “el uso del monólogo interior”, “los motivos de la soledad y la búsqueda”, “un argumento o intriga central articulador”; vuelven a ser estos, entre tantos otros, los elementos que García Cabot despliega en Singladura cero, su novela póstuma, con la maestría y la madurez de quien  ha dedicado una vida entera a la literatura, tanto en su producción como en el estudio y aplicación de la potencial riqueza de la lengua. En este caso, la intriga central que articula el relato es Laura a quien Fernando Altona, el protagonista, sale a buscar aceptando una enigmática invitación a realizar un viaje en un crucero de lujo, la MN L’Aurore. La acción se sitúa en el barco, con amplios cielos diáfanos y horizontes lejanos en medio del mar y la presencia de aves que con su vuelo sugieren amplitud espacial. Pero no tardarán en aparecer sombras, esos claroscuros que toda existencia humana tiene y que García Cabot sabe exponer a los ojos del lector.

Una galería de personajes especialmente femeninos es la encargada de entretejer los hilos de la trama pero al mismo tiempo cada una de esas mujeres encarna bajo distintas formas el destino del ser humano: transitar un camino pleno de interrogantes sin obtener respuestas y sin embargo no claudicar en la búsqueda. Renata busca a su hijo muerto en el mar, Jaqueline una verdad escurridiza, Greta una utopía que roza, paradójicamente, la distopía. En el centro de la telaraña queda Fernando Altona y solamente un gesto heroico de ruptura con el mundo conocido, de regreso a lo ancestral y de gozosa entrega a un porvenir asumido con candor iluminará su existencia.

El tratamiento del espacio y del tiempo en la novela está en función de la creación de un clima progresivamente enrarecido. En contrapunto con la detallada descripción de la vida a bordo de un refinado crucero, sus diferentes salones, las actividades ofrecidas a los pasajeros, las bebidas y las comidas tentadoras, rodeado todo ello de un cielo y un mar mar abiertos, el barco es vivido como una cápsula, una dimensión confinada, lejos de tierra firme, donde el sigilo y el silencio son moneda corriente, una forma de aislamiento y de inmovilidad en consonancia con la singladura cero del título[2]. Reflexiona Altona:

No hubo sirenas de partida. Y ese silencio absoluto, muy propio de un accionar subrepticio, sigiloso, que trata de pasar desapercibido, a mí, sin embargo, no se me pasó por alto. El sigilo, si uno se pone a pensar, es colindante con el misterio.

El tiempo, por su parte, aparece como cíclico; su transcurrir, indefinido. Los encuentros, las comidas, los desencuentros, se repiten; se trata de un tiempo denso que parece no avanzar, no se llega a ninguna parte, los planes se postergan, se pierde la cuenta de los días

que se suceden lentos, a veces soporíferos, por más que trate de estar alerta, por más que me diga “estoy despierto”;

la rutina, lo previsible acentúan el efecto de morosidad.No es ajena a esa falta de definición la permanente irrupción de extensos párrafos reflexivos en el discurso del narrador y de notas al pie que interfieren en la continuidad de la lectura, obligando hábilmente al lector a distraerse del desarrollo del relato para volver a retomarlo más tarde. Una manera más de dilación y al mismo tiempo un sagaz manejo de la intertextualidad porque más allá del dialogo discursivo ¿acaso las frecuentes referencias a Hamlet (el muchacho de la consciencia despierta, según Altona) no son a su vez un acercamiento al peso del soliloquio, esa versión dramática del monólogo interior que permite acceder a lo más íntimo del personaje? Y si nos remitimos al plano de la intermedialidad, la recurrencia de arias de Madame Butterfly en la novela no solamente vincula a L’Aurore con la nave bianca del texto sino que rodea a Altona de una música que expresa la incertidumbre de la espera, la idealización de un posible encuentro. Como Cio-Cio San, también a él le tocará enfrentarse al desengaño.

El mundo que Singladura cero abre al lector es variado e intenso. Fiel a una vocación ya demostrada en su obra anterior García Cabot explora diferentes cosmovisiones. En el caso de la novela que nos ocupa, la búsqueda del camino para iniciar una nueva forma de sociedad opone a la posibilidad amenazante de la manipulación genética el rescate de los valores de los kawéskar, creadores de una bella cosmogonía, habitantes de un rincón de la Patagonia de los que dan cuenta antiguas crónicas de viajeros. Si bien en términos contemporáneos se trata de una novela crudamente realista en el sentido de mostrar la fragmentación, el aislamiento, la precariedad de los lazos afectivos de la sociedad de comienzos del siglo veintiuno, también alberga la esperanza de un mundo mejor si se asume el reto de hacer propios principios tales como la comunión con la naturaleza, el respeto por el otro, sentirse parte de la bella indivisibilidad del universo.

Con la posmodernidad ya instalada y en lo que nos parece la culminación  de un estilo, en esta, su última novela, García Cabot echa mano de una poética consolidada, madura, trabajada a lo largo de toda su producción literaria. Rafael Felipe Oteriño ha señalado que lo que le interesa del llamado estilo tardío[3] es su “sesgo positivo” porque “es de apertura y no de cierre, y porque apunta a la continuidad y no a la claudicación ni a la renuncia.”  En consonancia con esta última propuesta, a la ya mencionada metáfora de la condición humana se agrega en Singladura cero un sutil nivel metaliterario en el que se pone en cuestión al texto mismo.

En efecto, cuando los lectores de García Cabot nos habíamos familiarizado con su prodigioso hábito de la polifonía desplegado en gran parte de su producción narrativa anterior, en la que cada personaje cuenta una parte de la historia para ir develando la totalidad  (la figura que se esconde en el tapiz, según la expresión de Henry James), en Singladura cero se propone una narración aparentemente lineal en primera persona y en tiempo presente. Lo que se plantea es el desafío de develar lo no dicho mediante una larga serie de notas que encubren en realidad una trama de instancias narrativas que se contienen una a la otra, gracias al magistral uso de los pies de página.

Cabe así plantearse, ¿qué es lo que estamos leyendo, qué es este relato que tenemos ante nuestros ojos? No se trata aquí del sereno mensaje encontrado en el interior de una botella. Lo que se nos propone es una colección de palabras puestas en papeles, fragmentos, notas escritas por Fernando Altona en hojas sueltas, al dorso de una boleta de consumición de una copa de vino, en servilletas, luego encontradas y reunidas por Germán López Leza, es decir, que el orden de los sucesos no ha sido dado por la voz de Altona sino decidido por una consciencia exterior, el compilador, una manera de cuestionar la identidad del narrador y la estabilidad del texto. ¿Cómo sabemos de la existencia de López Leza? Simple: se autoidentifica en un pie de página. ¿Puede  tener el lector la certeza de que ese orden es el que corresponde a la historia que sostiene el relato? ¿Y si el orden está equivocado? Si siguiendo a Gerard Genette, podríamos preguntarnos a esta altura quién es realmente el yo que ve la historia, para mayor intranquilidad del lector, un tal EGC acota, también en un pie de página, que ha intercalado un párrafo suelto más que el compilador había omitido. ¿Se trata de notas escritas por Altona, compiladas por López Leza y finalmente supervisadas por E.G.C.?

La dimensión narrativa va aún más allá: el pasajero de la M/N L’AURORE, identificado como “el escritor”, pronuncia una de las conferencias ofrecidas a los pasajeros titulada Los hijos de John. Ocurre que el John Cabot objeto de la charla no es otro que un navegante y cartógrafo veneciano del siglo XV, radicado en Inglaterra, padre de Sebastián, más tarde conocido como Gaboto, antecesor de Bartholomew Cabot, ascendiente a su vez de “el escritor” quien a su vez ha publicado una obra cuyo título, The wind and the fog, coincide con el de una de las novelas de Emil García Cabot (El viento y la bruma).

El lector tiene todo el derecho de concluir que hay una serie de conciencias narradoras que se supervisan jerárquicamente y que al fin el relato que leemos ha sido autorizado por la última en insertarse en la cadena, es decir, la que se identifica como EGC.

Y este superponer identidades, este agregar muñecas a la matrioska del relato, va atrapando al lector en una urdimbre narrativa en la que no tiene respiro porque siempre sucede algo más.

¿Qué es, entonces, escribir? Para Altona es una manera de superación:

Estoy en mi camarote y escribo. Estoy sentado a mi mesa escritorio y escribo. Y escribiendo soy los otros. Soy todos ustedes, afanado por interpretarlos lo más cabalmente posible, porque de algún modo soy también los que pueden llegar a leer lo que escribo. Escribiendo vivo la ilusión de que los vivo. De que los vivo con toda la misma intensidad y angustia de mi propio vivir, y de que aun así hasta el vivir más ilusorio es insuficiente para arrancarnos de nuestra precaria condición humana.

No vacila, sin embargo, en calificar de mentirosos a todos los escritores poniéndolos  de esa manera en el primer plano del universo ficcional. A esto se agrega el recurso de incluir en la ficción un personaje (o un actor, en nuestro caso) cuyo nombre o sus iniciales al menos coinciden con las del autor logrando un doble efecto: el peso de lo testimonial o de lo autobiográfico —en buena medida incontestable— aportado por la autoridad del yo que dice que le suceden cosas y una cierta complicidad con el lector como resultado de exponer el recurso (ah, el autor me cuenta sus secretos, me muestra el dispositivo). Este desdoblamiento, esto de “yo y el otro”, tan felizmente empleado por Jorge Luis Borges, aumentado por la superposición de sucesivas instancias narrativas lleva a la novela a un plano metaficcional en el que es posible cuestionar la veracidad de la historia plasmada en el verosímil del relato: al final de todo, ¿quién cuenta? ¿Acaso se puede creer en lo que se cuenta? También esto es parte de la posmodernidad.

Para abundar en el campo de la metaficcion, García Cabot nos invita a un juego que, una vez más, hace tambalear el crédito de la palabra escrita y lo hace ofreciendo al lector referencias de difícil y hasta de imposible comprobación. En el capítulo dedicado a la conferencia del escritor, este se remite a distintas fuentes que prueban las andanzas del ya mencionado Bartholomew Cabot y su lejano vínculo genealógico con él, que inicia diciendo

[…] hoy vengo a hablarles de un documento también único, tal cual lo fue la carta –una muy extensa carta por cierto– de Sebastián, que los historiadores de la época de Isabel dicen haber visto en el archivo de la Galería Real de Whitehall, y que comienza así: ‘El año de gracia de 1497 […]

para continuar

[…] quien les está dirigiendo la palabra es en parte descendiente [de Bartholomew Cabot], según los testimonios de una vieja correspondencia familiar que obra en mi poder […]

[…] según las evidencias que en una oportunidad tuve entre mis manos en un sector especial del Museo Marítimo de Greenwich tras un largo y engorroso rastreo […]

[…] Y del diario personal (esta vez sí lo hubo) de Bartholomew (escrito en un inglés mechado con castellano, e incluso portugués, porque había navegado mucho con marinos de esas nacionalidades), y en parte del cuaderno de bitácora del [buque]Opsis. […]

Cartas que alguien dice haber visto o que pertenecen a una vieja correspondencia familiar, el impreciso sector de un museo, un diario personal escrito en una complicada conjunción de idiomas y una bitácora no identificada. ¿Existen esos documentos? Si, por qué no. O quizás no existen. O algunos sí y otros no. Lo concreto es que presentados de esta manera deliberadamente difusa invita a cuestionar o a aceptar sin más trámite, con una sonrisa agradecida.

Singladura cero nos lleva a transitar por el enigma, la intriga de una posible secta, roza la distopía y algunas de las formas del amor, atisba en lo subjetivo, propone una cosmogonía, y todo lo que escapa a la siempre escasa extensión de un prólogo y a las limitaciones de su autora. Ojalá que aunque su incredulidad esté suspendida, el hechizado lector logre distanciarse del embrujo de esa urdimbre en la que ha sido dichosamente atrapado y pueda reconocer la actitud lúdica fresca y osada de Emil García Cabot de experimentar, hasta su último aliento, con la literatura y su razón de ser, poniendo un brillante broche a su producción literaria:

[…] Así es que me siento a escribir hasta tarde, pensando que tal vez éstas sean las últimas líneas que escribo, y luego, libreta, hojas sueltas y bolígrafo, embolsados juntos, van a parar al bolsillo interior del anorak que me pondré a la mañana. Que hagan desaparecer cualquiera de mis pertenencias; que me hagan desaparecer a mí, pero no a mis notas, aunque no tengan otra importancia que la de poner en claro cosas que sólo a muy pocos pueden llegar a interesar acerca de alguien que al fin y al cabo no conocen. […]

Lidia Rissotto, Banfield, verano de 2024


[1] García Cabot, E. La simiente y el viento.  2019. Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Kanon Editores.

[2] 1.  f. Mar. Distancia recorrida por una nave en 24 horas.

[3] Recordemos que sobre el  “estilo tardío”, expresión  inaugurada por Theodor Adorno y retomada por Edward Said, dice Oteriño: lo tardío en literatura no hace referencia a la mera relación con el tiempo transcurrido, sino a las resultas del tiempo sobre la actitud del escritor. Se trata de un escritor que mantiene vivo el sentimiento de asombro: no cede, no transige, no se resigna a poner término a la ininterrumpida construcción del  yo y de su propio mundo.

https://www.letras.edu.ar/BID/bid127_RafaelFelipeOterino_Sobre-el-estilo-tardio.pdf