“El viento y la bruma. Capitanes y tripulantes en los mares del sur“. Ensayo de Bertha Bilbao Richter en el libro anteriormente citado.
EL VIENTO Y LA BRUMA
Capitanes y tripulantes en los mares del sur
Por Bertha Bilbao Richter
“Uno no puede arrastrar a nadie
cuando se embarca en una búsqueda” E.G.C.
Acerca de El viento y la bruma de Emil García Cabot, la reconocida profesora, escritora y crítica, Norma Pérez Martín analiza su estructura; se trata, escribe, de una agrupación de cuentos que conforman tres bloques titulados: Puerto San Julián, Puerto Deseado y Puerto San Antonio; cada uno constituye una nouvelle; observa luego, la maestría del autor en la construcción de los personajes, insertos en distintas épocas en la región patagónica, descripta magistralmente; no deja de referirse al vuelo poético y a las consideraciones filosóficas que descubre en esta obra, como del mismo modo, a los símbolos: “el mar, los puertos, los barcos, el viento”; brinda, en su breve texto comentativo, un semillero de ideas que apelan a mayores despliegues por los estudiosos de nuestra literatura. En su oportunidad, Antonieta Lafontaine destaca del autor su conocimiento histórico de ese lejano sur del país. María Adela Renard –quizás una de las más constantes seguidoras de la obra del autor– se refiere, entre otros asuntos, a la corrección de su estilo. De las palabras de Rodolfo Modern cabe destacar el “poder de observación del mundo sin el cual no puede haber épica”. Enilda Salmerón anota los temas del libro: la Patagonia, el mar, el hombre, con una breve pero sólida fundamentación. De Lucía E. Distéfano vale subrayar la resonancia de su lectura en su mundo interior y, finalmente, la impresión que les causó a Jorge Areco como lector, y a Carlos Adrián Ramos, quien da cuenta de la efectividad del texto como pretexto – en su caso particular para escribir poemas.
Estos textos de los autores nombrados dan cuenta de la recepción que tuvo la obra en fechas próximas a su edición, quizás porque se presentaba precedida del Premio Iniciación de la Secretaría de Cultura de la Nación otorgado en 1992 por un respetable jurado integrado por Jorge Masciangioli, Joaquín Gianuzzi, Cora Cané, Raúl Vera Ocampo y Nélida Salvador.
Mi propósito es profundizar en el drama del hombre a través de la historia en el contexto geográfico patagónico omnipresente en los cuentos que integran el libro.
Los historiadores, en general, abocados al estudio de los hechos memorables del pasado, soslayan la vinculación de ese pasado con el presente en que se insertan, menos aún consideran su incidencia en el futuro. Son los narradores literarios los que pueden ofrecernos una visión abarcadora del proceso histórico y su proyección en el tiempo. Es que la historia, alejada de la poiesis como creación artística, es inerte, y la poesía sin historia, es insulsa, Aristóteles dixit. En este sentido, El viento y la bruma constituye un aporte a la narratología porque otorga un conocimiento histórico que es autoconocimiento humano. Aquí los hechos históricos están sujetos a las elecciones, las inclinaciones, los prejuicios del escritor que organiza los acontecimientos y los configura en la construcción de una trama cuyo contenido es ficcional, pero su adecuación a la verdad fáctica es una cuestión estética, en el sentido más profundo del término. Emil García Cabot da sentido a acontecimientos del pasado conectados entre sí en la relación hombre-naturaleza, sentido que se proyecta en un presente: el de la lectura.
Vale recordar que para Benedetto Croce debe estudiarse la naturaleza y su incidencia en el hombre “pensándose a uno mismo dentro” (H. White, 67), y el autor lo hizo no sólo pensándose en el ámbito que describe, sino también habiéndolo vivido, más aún que como visitante o cronista.
Si la materia es energía, quizá sea necesario preguntarse –como lo hizo Collingwood– si en el carácter de los hombres no incide la naturaleza en que viven, en una suerte de determinismo. De ahí que como Toynbee, García Cabot relaciona lo inmanente con lo trascendente, la raigambre terrenal con el vuelo sobrenatural. La idea de la participación del hombre en dos mundos –uno sensible, contradictorio y paradojal, y otro visionario: el misterio de su origen y de su destino–, es reconocible en esta obra. La posesión de la libertad moviliza las conductas de los personajes, su autoliberación en un mundo amenazante en el que es posible ver el infinito. No es absurdo pensar en la intención del autor de integrar la trama que encadena las tres novelas cortas que conforman los doce cuentos con la cosmovisión de las comunidades aborígenes que ordenan su vida según principios sagrados y para quienes la naturaleza es una hierofanía, de ahí que hay una correspondencia entre el hombre y su universo. En consecuencia, en algunas páginas se evidencia la nostalgia de las formas de vida premodernas. Existe también una evidente preocupación social en algunos de los cuentos de García Cabot que confronta un presente de indigencia de los pueblos aborígenes con un pasado precolombino armónico.
En la primera nouvelle integrada por tres cuentos, el narrador-tripulante de la más pequeña de las carabelas al mando de Magallanes, se dispone a vivir las aventuras del que no conoce bien su meta ni si ha de alcanzarla (9); luego de cinco meses de travesía vislumbra la niebla blanquecina que anticipa la costa de un territorio en que sería abandonado por un complot contra Hernando de Magallanes, el Capitán General: “tierra de casi infinitos horizontes y barrida por los inusitados ventarrones del oeste” (11), es la primera impresión del tripulante. El encuentro con un natural que considera a los recién llegados, enviados del cielo, motiva la alegría de este encuentro, menos para su Capitán, Juan Serrano, que intuye el engaño de los conquistadores; más tarde, pretende él mismo enseñar el español y adoctrinar al nativo que es bautizado con su propio nombre de pila y que, confiado, lo visita con frecuencia, hasta que en un momento, desaparece para no regresar más; su ausencia ocasiona intenso pesar en el Capitán –y luego indignación cuando siente burlada la inocencia y la confianza de los nativos al recibir la orden de engrillar a dos de ellos para llevarlos a España–. De este proceder de Magallanes deriva el título del cuento “El extraño llanto de Juan Serrano”, llanto del que es testigo su camarero, como de otros sucesos que constituyen una verdadera cacería humana. El conflicto acentúa el sentimiento de culpa de su Capitán: “¿hasta qué punto podía sentirse sólo testigo, y no cómplice de las bajezas de esa expedición (…)? (26). En el segundo cuento, “La sentencia”, narrado desde la perspectiva del Auxiliar Contable de Antonio Coca, el planteo es si se debe o no confiar en la sensatez y cordura de los que tienen el poder de decisión en una empresa “fabulosa o tal vez descabellada” (31). Nostalgia y desánimo, penurias, soledad, desesperanza, generan un motín contra Magallanes cuyo proceso es relatado por el Auxiliar Contable desde su reclusión: “No me resulta fácil ordenar mentalmente los acontecimientos, pese a la nitidez con que las escenas acuden a mi memoria” (34). Marca las diferencias de su relato con la crónica de don Antonio Pigafetta, y se pregunta evocando la decapitación de Gaspar de Quesada, cabecilla de la insurrección: “¿Una locura semejante ajusticiamiento? Lo malo es que a menudo se necesita de una locura para volver a los demás a su sano juicio. Al menos, así lo viene registrando la Historia, siglo a siglo” (40). El tercero de los cuentos, “El milagro”, nos muestra a dos de los cómplices del motín condenados a destierro: un Capitán y el clérigo de la expedición de Magallanes, quien pensó que el abandono significaría la muerte. Separados voluntariamente en búsqueda de alguna solución, el Capitán es encontrado por los aborígenes y considerado Hijo del Sol, hasta que cansados de seguirlo tras su compañero de infortunio, lo dejan a su suerte. En “El Rosario”, acompañamos al clérigo en sus penurias: “Jamás había pensado en que arañaría la tierra, que arrancaría las matas de cuajo, que me vería reducido a ese oprobioso estado de alimaña” (51). La reflexión sobre su culpabilidad en el complot, sobre Dios y su justicia, sobre las posibilidades de sobrevivencia en un purgatorio real, la esperanza de encontrar a Cartagena y el indulto del Capitán General se desvanecen en un páramo sin señales de vida humana: “Me hallo en el desierto, y Dios no se hace oír, o acaso yo no sé escucharlo” (55). Consciente de la proximidad de su muerte, junta piedras figurándose que son cuentas de un gigantesco rosario penitencial, de autocastigo y a la vez piezas que conformarán un túmulo.
La segunda nouvelle reúne cuatro títulos: “Capitán de Arena. Capitán del Viento”, “El buscador de oro”, “El olvido” y “Persuadidos”.
El primero es el más extenso y da cuenta de la consubstanciación de un marino con su barco, que, a partir de su nombre el Gregorio, sufre un proceso de personificación como objeto sintiente y pensante: “Me entiende”. “Sabe lo que quiero” (59), decía su propietario, Jaime Naveira, que “a nadie le brindaba la amistad que al Gregorio” (60); el barco le correspondía solidarizándose con sus preocupaciones, al punto de volverse “el centro mismo de la vida de su patrón” que “lo transformaba en el héroe único de sus fabulaciones” (63). Pero de la preocupación por el acicalamiento de su barco, Naveira pasa a la negligencia en su cuidado personal, a la frecuentación de las cantinas y a la invención de sus aventuras marinas hasta un momento en que “el locuaz y sociable contertulio cuyas anécdotas y aventuras solían entretenerlos” (66) se transforma en “la sombra de un solitario” (66) y “ya no se siente capitán” (68); (…) “ya no es un hombre responsable y afectuoso; no se siente con una misión que cumplir, ni como un humilde y feliz tripulante de la vida. Se ha dejado confundir y su corazón, que antes navegaba guiado por sí mismo, zozobra en la insondable oscuridad de las aguas más profundas” (68). El título Capitán de Arena da cuenta del fin del primer propietario del Gregorio y el segundo, el Capitán del Viento, es Guido Celdeiro, un camionero que luego de encontrar el barco encallado custodiando el cadáver de su dueño, lo hace suyo y lo transforma en “el mejor pesquero de este puerto” (75); en una conversación con Germán, un muchacho que lo admira, Celdeiro, le cuenta su vocación por la marinería y detalles del encuentro del Gregorio, su posesión y sus primeras experiencias con él en el mar. La vista de unas velas enciende su deseo de búsqueda de lo que supone un misterioso navío y con el propósito de abordarlo da peligrosas órdenes que resultan incomprensibles para su tripulación en peligro de naufragio. Nadie ve lo que obsesiona a Celdeiro. Ambos capitanes se relacionan entre sí en la importancia que tiene para ellos la búsqueda de una utopía en todo hombre, y en el caso de esta nouvelle, pagarán su precio: el primero, con la muerte y el segundo, con la locura, ya que su relato de lo acontecido es siempre distinto y a veces incoherente.
También el protagonista de “El buscador de oro” tiene conciencia de que “Todo el que se pone a buscar oro, en realidad está buscando otra cosa” (101). Al narrador oculto le comentan el abandono que sufrió de su mujer y su esperanza de encontrarla, pero también existe la suposición de que ella fuera inexistente; el desenlace muestra a un personaje travestido que forma parte de un dúo: guitarrista y cantor, este último resulta ser la ex mujer del ya enriquecido buscador de oro, quien con ostentación le muestra los billetes que echará en su alcancía. La búsqueda del oro solo satisfizo un deseo de venganza por un motivo imaginado: el abandono de su mujer, cuya realidad se disuelve en la bruma de lo incierto.
“El olvido” es una parte que retoma personajes de la segunda nouvelle, como el Capitán Celdeiro que entrega a Leticia unas cartas encontradas en el Gregorio, destinadas a su recientemente fallecida hermana Celina. Las cartas tienen la firma de Edgardo Saldívar que en su momento sabremos que es un personaje inexistente e inventado supuestamente por Jaime Naveira –así lo cree el lector al comienzo del relato– quien conocía a Celina porque entregaba la recíproca correspondencia a las hermanas. A la muerte del Capitán Naveira, cesa la conjetural comunicación de Edgardo Saldívar a Celina que, preocupada por la falta de noticias de su imaginado o inventado pretendiente o ante la inexplicable, hasta el momento, ausencia del barco-correo, decide olvidar sus frustradas ilusiones luego de echar al fuego esas cartas que le acercaba Jaime Naveira, quien, en realidad, le había motivado un interés especial que no es demostrado por el distante trato del marino.
El relato entreteje la realidad de la vida de dos hermanas distanciadas por sus situaciones existenciales: Leticia, la menor, casada y con hijos, reside “al pie de la cordillera” (108); se preocupa por la soledad de la mayor, Celina, responsable de la estancia por decisión de su padre. Las cartas constituyen la única forma de comunicación entre ellas, pero aunque “lo más maravilloso es que hacen que quienes no están con uno, lo estén de todos modos” (109), no siempre comunican verdades, ya sea para evitar preocupaciones al destinatario, por simple despliegue de fantasías o por sustitución del remitente como el de los sobres celestes que, al finalizar el capítulo, pensamos que fueron “autodirigidos”, ya que en ellos “Leticia reconoció de inmediato la letra de su hermana” (115). Al concluir el desenlace, el lector se pregunta: ¿inventaba Celina un remitente y despachaba las cartas de sobres celestes por un correo diferente para después recibirlas por el correo de Naveira, con la esperanza de verlo y conversar con él en alguna invitación ocasional? ¿O el abrupto cambio en la personalidad de Naveira –de locuaz y sociable a silencioso y solitario– fue motivado por un presuntamente imposible sentimiento por Celina? La bruma enmarca a ambos personajes: Jaime Naveira ha confiado al viento el derrotero del Gregorio por la accidentada costa austral: “¿Y a dónde lo lleva ahora, a qué mar interior con una que otra isla y tal vez ninguna recalada? ¿En pos de qué terrenales tentaciones o imprevistos cantos de sirenas, por poco inaudibles para él a causa del estado en que se encuentra?” (69). ¿A qué olvido alude el autor en el diseño de Celina Arguedes cuando escribe a su hermana: “Hace mucho que no recibo carta de Edgardo y eso me afecta sobremanera. ¿No sabrá cómo hacérmelas llegar desde que nos quedamos sin barco correo?” (114). Nos respondemos: ¿al olvido del Capitán de Arena, proyección de Edgardo Saldívar creado por su melancólica fantasía, o al olvido del Capitán devenido en tripulante del Gregorio en estado de alucinación alcohólica?
El planteo de este capítulo –que puede ser leído de manera independiente en el libro –a pesar de la intervención de los dos Capitanes sucesivos del Gregorio que aparecen en el primer título de Puerto Deseado– es la dificultad de conocer los procederes y sentimientos de hombres y mujeres que ni aún la muerte suele aclarar, ya sea por haber sido acallados u ocultados. Si, como de acuerdo con el epígrafe elegido para mi aproximación interpretativa a El viento y la bruma, es la búsqueda el hilo conductor de este corpus literario, los hallazgos de los personajes son siempre sorpresivos e inesperados: la muerte, la locura, el autoengaño, el olvido de algo realmente vivido, o imaginado, como es el caso de Celina Arguedes.
“Persuadidos” tiene el mismo marco geográfico de la región patagónica “donde la vida se junta a cada rato con la muerte” (116); esta vez una bala herirá de muerte, con errada intención, al hermano del que la disparó. Se trata de una historia contada al narrador, quien la rodea de una atmósfera policial. El título connota la actitud de los cuatro personajes. Dos de ellos asumen el rol protagónico: Un puestero y su peón comparten ocasionalmente los favores de una mujer hasta que el peón anuncia que se casará con ella; el disgusto del puestero lo lleva a acusar al peón de abigeato, éste debe escapar pero antes, jura vengarse. El puestero atemorizado no se desprende de su revólver y vive en permanente alerta, huyendo de uno a otro pueblo. Comenta a unos amigos, hermanos entre sí, su situación de amenazado. El inesperado desenlace está relacionado con lo imprevisible: El peón sólo buscaba esclarecer ante el puestero que la mujer en disputa “Está que se muere por vos” (121) y le había encargado que lo buscara. Quienes pretendieron ayudarlo pensando en que defenderían la vida del amigo, sufren las consecuencias: El asesinado será la conciencia culposa del hermano y del puestero. El autor señala, casi con crueldad, la falacia de toda venganza.
Los personajes son criaturas agónicas, silenciosas, pero que se reconocen dueños de sus acciones, porque decir, explicar, no tiene ningún sentido, sólo en el obrar se encuentran a sí mismos. Emil García Cabot por medio de su escritura, descubre la identidad del hombre del sur; al buscarla, interpreta su sociedad con una vibración emocional que hacen del espacio y el tiempo en que se enmarca el relato, un continuo presente devorado por la contradicción existencial del hombre que espera decir algo que no puede, porque es inexplicable o increíble; de ahí que, el destino personal, inexorablemente ligado a otros, los junta en la muerte, siempre azarosa. Lo que les ha pasado los aleja por el rencor, lo que acontece los acercará por las consecuencias. El uso del diálogo es de gran importancia porque falsea los recuerdos de situaciones vividas y las intenciones presentes se van oscureciendo hasta el desenlace.
Puerto San Antonio es la tercera y más extensa nouvelle. Integra cuatro partes: 1) “Las respuestas”, desde la voz de cuatro personajes: El Cronista, Antonio, Atilio y Ruocco. 2) “Todas las voces”, 3) “Los pasos de Eloísa” y 4) “Hombre afortunado”.
En “El Cronista” la voz narrativa da cuenta del incidente sufrido por el Don Benito, casi en estilo periodístico: lugar, fecha, circunstancias, consecuencias; presenta a su dueño, Nicanor Ruocco –que pasada una década aún velaba los despojos del mejor pesquero del puerto– y que le permite al narrador desplegar su oficio de informante buscando la situación propicia para acercarse al solitario y viejo capitán que siempre se negó a revelar la historia de un naufragio y la desaparición de su socio Atilio, encargado del velamen de la embarcación. En el segundo relato es Antonio, un medio indio nieto de un cacique el que rememora su pasado familiar, las enseñanzas de su padre, las rogativas de su gente, sus deidades y poderes, el nombre y significación de los ríos. Luego, sus deseos de ser pescador y cómo encontró el cartel en que leyó: “Se recluta tripulación” (134). Cuenta cómo se ofreció para “ser uno” (134). Con vacilaciones de los dueños del mastilero es tomado como grumete y evoca sus aprendizajes de lo necesario para la navegación. Recuerda la fiesta del bautismo de la enorme embarcación. El autor, usando la conjetural lengua del descendiente de los aborígenes mapuches y desde la perspectiva del muchacho, describe la tormentosa navegación del Don Benito: “El mar y el cielo podían estar nomás al revés, de cómo todo me daba lo mismo, sin tierra a la vista” (139). Leemos brillantes descripciones de un mar embravecido y tormentoso, las conversaciones de los dueños del barco que en un momento se hacen discusión, hasta el naufragio. Desde la perspectiva de Atilio, éste rememora su sueño de asociarse a Ruocco “para poseer un mastilero enjarciado como Dios manda” y su deseo de vender su pequeño pesquero para lograrlo (143). El carpintero Mario Salinas construye así el mastilero más importante de San Antonio y que llevará el nombre de uno de los pioneros y fundadores del pueblo. A través de los recuerdos de Atilio el lector sabrá todo acerca de cómo se gestó el proyecto, el diseño, la construcción de ese barco tan importante para todos los lugareños, de la búsqueda de tripulantes. Atilio piensa en los reparos que tuvo: “tener un indio en el barco… Son haraganes y traen mala suerte” (146); no están ausentes los prejuicios acerca de las costumbres, modos de sobrevivencia y dificultades para aprender oficios: “Así que fue mi socio el que finalmente lo conchabó, yo no tuve nada que ver” (147). A través de su evocación conocemos su expertez en el manejo del velamen y en su capacidad de prever las tormentas en alta mar por la presencia de distintas aves y sus significativos vuelos y por el olor mismo del mar. Finaliza reconociendo su culpabilidad al no obedecer el mandato de arriar las velas: “…el desastre se precipitaría por mi culpa o porque no podía ser de otra manera, con ese indio a bordo” (151). Ruocco es la cuarta voz que completa el relato de la corta existencia del Don Benito con una clara alusión del autor que descree de las verdades absolutas de los sucesos narrados: “Si las voces no son las que aparentan, ¿dónde comienza y termina la diferencia con lo que uno las cree?” (151), expresa por mediación de su personaje. Ofrece así un caso para reflexionar sobre de qué manera un mismo suceso contemporáneo puede ser contado en forma diferente, según los intereses y sensibilidades de sus protagonistas. Ruocco se reprocha por no haber sido previsor o haber impartido sus órdenes demasiado tarde. Regresa al lugar en el que encalló su barco en busca de las respuestas a esos interrogantes que le quitan la paz: una chispa de su pipa ocasionó el incendio, esa es su duda que nadie puede aclarar.
La segunda parte de Puerto San Antonio lleva por título “Todas las voces”: En sus páginas, desde la perspectiva omnisciente del autor profundizamos en las circunstancias que signaron la vida de Antonio antes y después de la encalladura y el incendio del Don Benito que lo deja marcado por las quemaduras y sumido en la soledad, el desamparo y la pobreza por la destrucción de su rudimentaria vivienda. Su encuentro con Eloísa y la iniciativa de ella de acercamiento afectivo, los sueños del mestizo en que su madre protectora se confunde con una esquiva Eloísa, el entusiasmo por rehacer su casilla para vivir con la joven, se confunden en el texto con las voces que el protagonista en su interior escucha: “Una mixtura de frases y palabras que provienen de su madre o Eloísa…” (165). Son también voces de hombre que en su imaginación son las de los dueños del barco en que navegó por primera vez, pero también las de Neguenechén, la deidad de sus ancestros. Eloísa no quiere presentar al muchacho a su padre y hermano y a medida que avanza la construcción de la casilla, se van espaciando los encuentros. De repente su casilla es incendiada y el mestizo supone que fue el hermano de Eloísa el que encendió la chispa. Quienes compadecen la malhadada suerte de Antonio lo ayudan a levantar su tercera casilla, pero nadie da crédito a la historia del abandono de la muchacha, a la que consideran un producto de la enfermiza imaginación del sobreviviente del Don Benito. El autor ensambla hechos reales con hechos conjeturales en ese juego literario que puede ser el de algunas vidas.
Es en “Los pasos de Eloísa” que el lector conocerá los motivos de la desaparición de la joven de la vida de Antonio por un diálogo de Eloísa con el cura del lugar: quiere liberarse del hijo que espera y reza para que Dios se lo saque. El cura le aconseja seguir rezando pero para que el niño por nacer “sea un digno hijo de Dios” (175). La yuyera que le había aconsejado deshacerse del problema, le reitera su ofrecimiento; la muchacha no acepta, sin embargo, piensa alternativamente que tiene en su cuerpo a diosito o al diablo. Ni la yuyera ni el cura logran saber quién es el responsable del estado de Eloísa. El temor que tiene de enfrentar a su padre se convierte en desafío: ante las reiteradas amenazas le responde: “¿Y usté me lo pregunta?” (181). El pronombre en bastardilla da cuenta de uno de los problemas sociales de violencia familiar que no cesan de manifestarse en ámbitos culturales deprimidos y precipita el desenlace, inesperado para los lectores.
El título final, “Hombre afortunado”, está referido a Nicasio Fuentes, personaje que aparece en anteriores páginas como un viejo benefactor dispuesto a aportar ideas positivas y a brindar ayuda a sus semejantes. La policía de Viedma había investigado, a partir de la muerte de Elvira Fuentes (presuntamente esposa, hermana o hermanastra del viejo) la hipótesis de su asesinato por una calumniosa denuncia a Nicasio, llegado a la Patagonia con una fortuna heredada de sus padres y el deseo de comprar tierras o bien, ocupar las del estado; sin embargo, otras fueron sus ocupaciones y su fortuna desapareció con un francés considerado su socio; por circunstancias poco creíbles, consigue un dinero que es obsequiado a una mujer. Todos comentaban que Don Nicasio no trabajaba pero que vivía holgadamente y beneficiaba a gente del pueblo con regalos o donaciones que hacía en nombre de Elvira. Al final se sabe, por la apertura de cartas sin remitente que llegan al correo, la verdadera identidad de Nicasio como hombre afortunado y de la mujer que lo favorecía constantemente con dinero. Es este un relato con matices policiales en el que no se aclaran en profundidad las situaciones aunque se las justifique.
El dramatismo de estas tres novelas cortas constituye una característica, y el fragmentarismo de cada uno de los cuentos que las integran es un procedimiento estético que ha permitido al autor trasmitir una apariencia de argumento inacabado, que se retoma en cuentos posteriores, aunque el desenlace de los sucesos presentado no sea del todo revelado y que en definitiva, carezca de importancia al intensificarse los recursos textuales, en especial la polifonía que da cuenta de los matices de una verdad relativa u oscilante, condicionada a las subjetividades de los personajes que prestan sus voces desde diferentes perspectivas de enunciación.
Del mundo patagónico toma el escritor sus personajes, los episodios y los símbolos para expresar su visión, sus ideas y sensaciones: subyace en esta obra el sentido estoico de la existencia y su crítica a la sociedad en un pasado de siglos y también de las últimas décadas, siempre con el poder fascinante de una prosa que traspasa de poesía el más pequeño detalle.
La idea de la fatalidad y de la amenaza oculta es un motivo constante en este libro, como del mismo modo, el de la soledad y el tránsito del tiempo. En todos los personajes encontramos un espíritu atribulado consciente de los peligros de un futuro incierto y el tedio que invade al hombre ante la convicción de que nada cambiará. La tierra abierta, inhóspita y despoblada, el mar como unidad autónoma, viviente, los muros destruidos por los vientos, los barcos sin rumbo o encallados, las voces remotas, la locura, el castigo inesperado o inmerecido, la muerte, las búsquedas de algo o de alguien, deidades que desdeñan la insignificancia humana, muestran su carga simbólica: un mundo que se disuelve y se confunde con la bruma y donde el viento se lleva las historias de hombres y pueblos.
El viento y la bruma muestra a un escritor que ha superado las formas y el espíritu de la narrativa tradicional para ofrecernos una literatura intensa, plena, emotiva, que indudablemente marca nuevos rumbos.
NOTAS:
Las citas del libro estudiado, El viento y la bruma, corresponden a la edición de NUBLA, Temperley, Prov. de Buenos Aires. 1998 (192 págs.). ISBN 978-9180-07-0.
Bibliografía:
Croce, Benedetto. La historia como hazaña de la libertad. México: Fondo de Cultura Económica, 1960
White, Hayden. La ficción de la narrativa. Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora, 2011.
Observación: El presente texto constituye un capítulo del libro de Bertha Bilbao Richter: La literatura de Emil García Cabot. Metáfora de la condición humana. Buenos Aires: Enigma Ed. 2016.